Hoy pasé por la calle Laprida, creo que al 1500, y en la puerta de una casa elegante, alguien había dejado un par de sandalias femeninas, que se notaban usadas.
Tan procaz el par, tan contraste con la entrada de la casa, puerta de madera fina, lustrosa, que yo pude imaginar a la mujer entera, toda hasta el último cabello, montada sobre las sandalias.
Me quedé tan fascinado que me fui a sentar en el bar de enfrente, con vista a la mujer inventada, que tenía hombros hermosos, cabello cayendo sobre la espalda, y la ropa ceñida al cuerpo, dejando mostrar aquellos atributos que distinguen a las mujeres hermosas que usan ropa ceñida al cuerpo.
El problema era que los zapatos apuntaban hacia la puerta, de espaldas a mí; la mujer me daba tercamente la espalda.
Me puse tozudo, pensaba: date la vuelta, date la vuelta; pero nada, mis esfuerzos mentales no daban ningún resultado.
En eso estaba, embelesado con mi mujer inventada, cuando una segunda mujer, espectacular, de esas que reflejan belleza en baldosas opacas, llegaba, encandilando, a unos pocos metros.
Me dije, es ella, la dueña de los zapatos, era tan linda como mi mujer inventada, pero mejor, porque podía verla de frente, y ya se sabe, las mujeres cuando vienen, a veces se quedan.
No podía cerrar la boca del asombro, de repente dos bellísimas mujeres, la mía, la inventada y la que estaba llegando, concurrían en el mismo espacio mágico convocadas por esas sandalias mágicas.
La segunda mujer pasó frente a los zapatos, los miró e hizo una mueca de asco, de arrugar la nariz, pero que también podía significar otra cosa. Siguió de largo, como si nada, desapareciendo de mi campo visual.
No hay caso, cuando una mujer hermosa, ve a otra que le puede hacer sombra, sin sospechar que hay testigos, revela la envidia, y uno puede sorprenderle la cara expresándose por ella.
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